miércoles, 15 de diciembre de 2021

Dirigir es servir: primero la sabiduría, luego la elocuencia

 

Por: José de Jesús Marmolejo Zúñiga

Soy un alma libre.

Considero que las letras universales son de todos.

Leer a las grandes mentes del pasado, es tener un diálogo con visiones privilegiadas.

Si bien el ser humano es efímero como la flor de sakura, las ideas permanecen a través de la transformación continua. El contraste las hace presentes.

Flor de sakura

Freud solía decir que “si dos individuos están siempre de acuerdo en todo, podemos asegurar que uno de los dos está pensando por ambos”. De ahí que no me gusta prohibirme lecturas, ni por exclusión directa de la cultura o de alguna ideología, y mucho menos por una idea limitante generalizada.

Quiero conocer el pensamiento de Nietzsche algún día, me he acercado al pensamiento de George Orwell, para conocer su lucha desde la Gran Bretaña contra el comunismo, no me está vetado leer a Stalin o Trotsky, y así mismo acudir a Faulkner o a Withman, puedo encontrar palabras profundas en Baudelaire o Mallarmé, y sorprenderme con el inicio de nuestra cultura, con Quevedo o Alarcón, de la misma manera, ver capitalizados siglos de conocimiento en nuestro Octavio Paz, en Carlos Fuentes, en Carlos Monsiváis, en Elena Poniatowska. Todos los grandes escritores están ahí para entrar en diálogo.

Hoy escribo en torno a un padre de la Iglesia, Agustín de Hipona; mi reverencia católica me lleva a incluir el “San”; la acotación literaria, a quitarlo e incluir como identificador más claro su procedencia.

El presente escrito ha sido de una complejidad mayor, con el paso del tiempo busco que el acto de leer vaya mucho más allá del de pasar la mirada por un conjunto de letras danzantes, los ojos no deben correr por las páginas, deben sobrevolar por las mismas, haciendo los enfoques del ave que busca el cristalino río.

Gracias a Agustín de Hipona tomo una nueva convicción, el reflexionar en cada lectura, no solo el mensaje o la historia presente, sino, además, qué es lo que el autor nos trató de expresar, aunque es bien sabido que la obra de un escritor deja de ser suya cuando está en manos del lector, o bien como decía “no leemos a otros, nos leemos en ellos”. Son los elementos comunes los que nos acercan, son las particularidades las que nos impactan, nos hacen admirar, reflexionar, nos nutren o nos invitan a crecer.

Agustín de Hipona nos llena de esperanza en torno a encontrar convicciones claras, en un mundo revuelto. Muestra su laberinto, pero también las alas con las que encontró su propia salida. En el reflejo, sentimos tranquilidad. Abraza convicciones, es parte de una ideología, pero su pasión es contagiosa. Genera empatía con dilemas básicos: fe y razón, sabiduría y elocuencia, fortaleza y convicción.

Su palabra es una resonancia potente con la frecuencia de las buenas ideas, incluso con las arritmias diarias del corazón.

Al escribir, nos preguntamos: ¿cómo resumir a un grande en un esbozo? Un puñado de palabras para abarcar un infinito de ideas.

Los diletantes no podemos alcanzar a los consagrados, solo podemos recordarlos, a veces hasta tratar de comprender sus ideas. Ese es nuestro orgullo, la suficiencia del acto nos llena de una tranquilidad que parece indicar que hacemos lo correcto, vivir al menos un momento, en la búsqueda de la verdad.

Leer a Agustín de Hipona es viajar a Cártago y a Tagaste, al Norte de África −hay amigos míos, por cierto, que creen que muchas de las revelaciones más importantes de la humanidad vienen de aquél continente−; en aquellos lugares, donde el Imperio Romano floreció con una gran importancia, aparte por supuesto, de la propia capital, Roma.

 Cártago

Considere en estas latitudes, el afamado episodio de La Eneida de Virgilio, en el cual Dido, la reina esperanzada y enamorada de origen fenicio, ofrece sus tierras al sobreviviente troyano Eneas, para que al final éste último decida escuchar la voz del mayor de los dioses griegos, y así marchar rumbo a Italia para consolidar la fundación de un pueblo, el romano.

El sacrificio de la reina Dido, quien prepara la pira para su inmolación, mientras parten los barcos de Eneas, es uno de los episodios más dramáticos de la literatura, y en particular en la citada obra de Virgilio, seguramente el de los más sentidos, junto con la batalla final contra Turno, o bien, el momento donde se habla de la suerte de Marcelo.

Sea pues esta mitología creada para ensalzar el origen del pueblo romano, para argumentar la descendencia de Julio César de los troyanos, la obra que imaginemos en las manos de Agustín, siendo recitada frente a sus compañeros, en aquellos años de escolar.

Imagine la emotividad. ¡Era hablar de su región siendo parte de la historia, de la leyenda y de la cultura universal para siempre! Pero al mismo tiempo creo que era él, presente en la obra, representando en imágenes, en símbolos que pasan rápidamente por la mente a través de la lectura.

La historia que Agustín de Hipona tiene para nosotros es fascinante, sus reflexiones son profundas, las anotaciones en torno a las mismas, variadas; es una conciencia que desde temprana edad, busca la verdad, y comienza usando la razón para ello, por lo cual, debe, como siempre, elegir, lo cual expresa de la siguiente manera, en un raro artificio que resultará verdadero cuando apunte en la dirección adecuada: 

“Seguir no a quienes me mandaban (creer) sino a los que me enseñaban (la verdad)”.

Dentro de los grandes hombres de la historia, esos que conforman por mayores tramos el tejido del pensamiento, Cicerón y en específico la obra El Hortensio (Hortensius, en original), le inoculó el racionalismo. Desafortunadamente, es un texto desaparecido y del cual solo contamos con algunos fragmentos.

Por ideas como las anteriores, Agustín fue acercándose a una de las mayores ideologías de sus tiempos, instaurada por los llamados maniqueos. Ellos creían en la dualidad del bien y el mal, cuya presencia veían siendo parte de  todo; también en el ser humano, con lo que le quitaban en buena medida la responsabilidad de las decisiones. La creación de los seres la imaginaban a través del humo, del viento, el agua y el fuego. El sol y la luna eran espíritus buenos. Todos los anteriores, conceptos metafísicos, causarían fuertes debates futuros, pero el fundamental en término religiosos, era la negación del bíblico Antiguo Testamento.

Cuando Agustín empezó a encontrar, profundizando en el pensamiento, nuevas formas de observar y, por ende, contrastar lo que se le ofrecía, dejó el maniqueísmo y combatió a sus otrora compañeros; la respuesta de los mismos empezó a presentarse sumamente débil. Y lo parecía en verdad, en su contra, el hecho de que dichas respuestas la daban en secreto, como si estuviesen ellos mismos conscientes de su debilidad de argumento.

Por mucho tiempo, nuestro personaje estudió a los hombres doctos de su tiempo, lo eran romanos principalmente. Haciéndolo disfrutaba y se encontraba también en una pausa: 

“decidí estar quieto por el momento, en la posición que ya había alcanzado, hasta que no me deslumbrase una luz que mereciera ser preferida”.

Y ocurrió. Decidió dejar su pueblo para ir en búsqueda de la grandeza romana. Así, “Sopló el viento, llenó las velas y no apartó la vista de la playa… quedaba Mónica, su madre, observándole en la partida. Habría un nuevo cambio en la vida de Agustín, lo expresaba así Publio Terencio Afro: 

«ahora otra vida te trae este día, otras costumbres te piden»”.

El maniqueísmo terminó como opción, cuando cayó el idealismo, de la misma manera que muchos regímenes terminan en la fe de los intelectuales, cuando se presencia la incoherencia. En este caso, cuando Agustín presenció la amplia diferencia entre los llamados “elegidos” y los denominados “oyentes”. Como sucede históricamente, los elegidos tenían una gran cantidad de privilegios que los otros no.

Mientras cursaba el camino maniqueo, jamás en nueve años tuvo la idea de preguntarse si la Iglesia católica tuviera algo que responder a las objeciones maniqueas. Los primeros años daban para aferrarse a la primera opción que pareciera racional y que atacara esos “elementos mágicos”, que no comprendía del catolicismo.

Así, tras encontrarse nuevamente decepcionado, entró al tercer camino probable, el de la angustia y la desconfianza.

En la búsqueda de su verdad, escudriñaba la filosofía, será parte de él, pero con convicciones personales, detestaba por ejemplo a los epicúreos, analizaba a los estoicos, llamando su atención el 

abstine et sustine”, soporta y renuncia.

Mencionaba, en seguimiento a Pitágoras, Aristóteles y Platón (académicos), su punto de coincidencia: el alma eterna humana. Le gustaba, también, la posibilidad de dudar de todo, sabiduría en búsqueda de la verdad, pero desafortunadamente por el planteamiento de sus guías intelectuales, existía una profunda interrogante: 

¿Podrá el hombre encontrar la verdad?

Le confortaba por lo pronto el hecho de saber que no necesariamente se puede alcanzar la ciencia de aquellas cosas que pertenecen a la filosofía, y aun así puede ser filósofo. ¿Qué es esta antigua búsqueda sino un canto, un símbolo, una ilusión o una aproximación? Octavio Paz tiene un poema grato donde expresa en coherencia:

Quiso cantar, cantar

para olvidar

su vida verdadera de mentiras

y recordar

su mentirosa vida de verdades.

Y separa, de manera constante, lo que es la persona de la experiencia poética, como Agustín separaba desde esta iluminación temprana, al filósofo de la verdad.

Por ese llamado a encontrarla, sin embargo, termina escribiendo un texto “Contra los académicos”, recordemos en esta parte, que se relacionaba a los académicos con el escepticismo, esa incapacidad de llegar a la verdad. En una acepción más profunda, Sócrates dijo “Yo solo sé que no sé nada”.


“Si es grave encontrar el error cuando se busca la verdad, es más grave renunciar a buscar la verdad porque se ha encontrado el error”, 

decía un temperamento lleno de energía, de tenacidad y perspicacia intelectual, con los cuales vencería las piedras en su camino: el escepticismo, el materialismo y el racionalismo. Aparte de la energía que obtenía el cuerpo con el alimento indispensable, o su alma con la lectura.

El obispo de Milán, Ambrosio, uno de los treinta y seis Padres de la Iglesia, con sus prédicas removió el obstáculo de la desconfianza y el desprecio por la enseñanza de la Iglesia en el corazón y la mente de Agustín.

Aparecían las más vívidas respuestas a las antiguas preguntas, una de ellas: ¿Cómo leer ese Antiguo Testamento? Encontró que lo que la letra mata, el espíritu lo vivifica. Con la exegesis, la interpretación, se daba un verdadero significado y contexto a los escritos. “Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza” no significa entonces, por ejemplo, que Dios sea corpóreo como el hombre, sino que el hombre puede ser espiritual como Dios, una nueva realidad se habría ante su entendimiento.

Así, su apuesta fue válida, se quedó en espera de que se encendiera una luz de certeza, hacia la cual dirigir su ruta mientras hallaba lo que quería o se persuadía de que no valía la pena buscarlo. Y encontró la Estrella Polar (Polaris), en quien confiarse, mientras su mente repetía ¿Es verdad? ¿Se puede reconquistar la fe perdida?

El retorno de Agustín al catolicismo es muy interesante, es el de aquel pensador que tiene agudas exigencias intelectuales.

La misma curiosidad intelectual lo llevó a la investigación y la literatura, así leyó a los neoplatónicos: Plotino y Porfirio. Plotino era un Platón redivivo. Mezclaba las ideas de Platón con el cristianismo.

Interiorizar era para Agustín 

“Entrar en ti mismo y contemplar”. 

El conocimiento, un medio para la sabiduría. Reconoce “algunos libros encendían en mí un incendio increíble”. Y en Pablo se reflejó, con éxtasis, el rostro de la Filosofía. Dentro de sus concepciones alcanzadas, la de Cristo, como Maestro. Cristo como mediador entre Dios y los hombres. 

“Cristo vino con su humildad y vosotros sois soberbios”, afirmaba.

Ahí, tras superar el Hortensio ciceroniano, el maniqueísmo, el racionalismo, a los neoplatónicos y el naturalismo, San Agustín finalmente fue converso.

Pero había que dar paso a los hechos, recordemos que en el caso de la mayoría de los filósofos, la historia no conserva sus nombres, sino sus obras. Pero era ya un actuar con un enfoque muy distinto al inicial, pues en su juventud la ambición de triunfo le había dominado, pero cedió por el amor a la sabiduría.

La misma sabiduría vino de un libro, recurrió a San Pablo y escuchó un buen día, de una voz de niño o niña nunca antes escuchada: 

Tolle legge”: Toma y lee.

En el momento detonado se convenció: 

“deseo aprehender sin tardanza la verdad no solo con la fe, sino también con la inteligencia”. 

Fueron quince días discutiendo sobre la certeza, la felicidad y el mal, mientras tanto Agustín discutía consigo mismo sobre la eternidad del alma.

Por su convicción de encontrar la verdad, escribió mucho, escribió por ejemplo contra los académicos. Trasladó la retadora discusión del bien y del mal, al ascenso de las cosas materiales a las espirituales. La mitad de la noche se la pasaba en meditación.

Los días siguientes corrieron en el mismo caudal, en Milán escribió de todas las “artes liberales”, incursionó en la Matemática, en la Música, en la Gramática. Después escribió sobre la grandeza del alma y el libre arbitrio.

Buscaba todavía en aquellos instantes comprender por la inteligencia aquello a lo que le declaraba sumisión por la fe. Empezaba una faceta que perdurará en Agustín, la de defensor de la Iglesia católica, y empezó por Roma “la Ciudad Eterna”, que ante las acusaciones de frases como “He aquí que ha sido muerta Roma”, Agustín presenta el contrargumento: 

“Puede que haya sido flagelada, pero no muerta, puede que castigada, pero no destruida. Roma no perece, perecen los romanos. ¿Quién es Roma sino los romanos?”.

Su verdad pedagógica es una: es solo Dios quien enseña al hombre, iluminándolo, permitiéndole llegar a la verdad. Así, de regreso en Hipona declara “Escogí ser humilde en la casa del Señor, más bien que vivir en la tienda de los pecadores”.

En la catedral de Regina Pacis, en un acto que nos llena de añoranza, que nos habla de la fraternidad del pueblo, ante la muchedumbre San Agustín es ordenado. Se marca así el primer gran paso de una trayectoria eclesial de lo más trascendente.

Su confianza estuvo en los monasterios, creía en esta forma de vida, semejante a las de los antiguos filósofos. Pero se dio cuenta que la hospitalidad y la caridad requerían otros bríos, las múltiples necesidades clamaban por su atención plena.

De esta manera llegó a ser parte del episcopado, y dentro de sus características en este cargo contó con la humildad; pedía una capa que pudiera regalar en cualquier momento, una que pudieran usar los presbíteros, nada lujoso. La regla era 

“es mejor necesitar poco que tener mucho”, 

para estar en condición de dar más a los demás. Se sentía un “pobre de Dios” o bien un “mínimo de cristo”.

Empezó a profundizar sus conocimientos teológicos y escribió una carta para los presbíteros denominada “La utilidad de creer”, en la cual habló de la primacía de la fe en el camino a la ciencia, dado que la explicación de un hecho se busca con la persona, no con su enemigo, así mismo con la fe.

El Discurso de la Montaña es considerado por él como un precepto fabuloso de la vida cristiana. Escribe más tarde sus retractaciones, donde confiesa términos que no le hubiera gustado usar, como el homo dominicus, dado a Jesucristo.

Además, escribe los doce libros titulados Génesis según la letra, una gran obra que pensaba destruir pero que decide dejar, como muestra de su evolución. Después, comienza un comentario a la Carta a los Romanos, del apóstol Pablo, pero lo deja, en sus propias palabras “disuadido por la grandeza y por la dificultad de la empresa”, por lo que dice “me dejé llevar a trabajos más fáciles”. Más tarde escribe las Ochenta y tres cuestiones diversas, mismas que son respuestas muy concretas a preguntas habituales en materia de fe.

Empieza a elegir más que por el libre albedrío, que había defendido cuando joven, por la fe, la cual reconoce como un don de Dios. Recuerda a San Pablo: 

«¿Quién te da ventaja sobre los demás? Y ¿Qué cosa tienes que no la hayas recibido? Y si la has recibido ¿Por qué te glorías como si no la hubieses recibido?» (1 Cor. 4,7).

Reconoce su cambio de opinión, y a partir de ahí no deja el concepto de la gracia.

Empieza a leer a los intérpretes católicos y nos regala esta aseveración: 

“El estudioso que quiere comprender las Escrituras, debe acercarse a ellas con la humilde intención de descubrir el pensamiento del autor −sin substituirlo por el propio−”. 

Además, de manera muy conveniente pero universal, invita: “Si los que se dicen filósofos han dicho algo de verdadero y conforme a nuestra fe, sobre todo los platónicos, no solo debemos temerlo, sino debemos (…) usarlo a nuestro favor”. Finalmente, sentencia, que la verdad, venga de donde venga, proviene de Dios.

La consagración episcopal en los tiempos de Agustín fue por aclamación popular ¿No es una manera plena de entrar en el servicio al pueblo? “¡Es digno y justo!” gritaban “Alabado sea Dios” “Cristo escúchanos” “A ti Padre, a ti obispo”. Este paso no fue tan sencillo como el anterior, tenía infamias de un amorío, un opositor y la negativa propia de serlo, porque habría dos obispos, aunque uno muy erudito tras la conversión.

Obispo por obediencia, expresaba que le hubiera gustado más tener tiempo para leer, orar o estudiar las Escrituras; sin embargo, asumía que era siervo y, ante todo, un siervo de los más débiles.

“Siervo de siervos” se llamaba, y este mensaje fue impactante; suyo es el aforismo Praeesse est prodesse

“presidir y servir”; 

lo explicaba así: obispo es un título de servicio, no de honor. No tanto presidir cuanto servir: non tam praesse quam prodesse desidero

Quien preside una comunidad, debe ser siervo de muchos.

En este sentido, la función del obispo no depende de sus cualidades morales. La uva es uva, aunque crezca entre las espinas, y el pan es pan, aunque se sirva en plato de barro. 

Motivo de alegría no es el presidir, sino el ser útil.

Recordaba incesantemente este servicio en textos bíblicos “¿Qué me darás si me amas? Apacienta a mis ovejas…” La respuesta que se convertía en invitación.

El poder no es pues, para Agustín, un bien deseado, indecenter appetitur, sino un testimonio de amor. Un amor que debe ser humilde, desinteresado, generoso. No se debe buscar la propia ganancia, sino la de Cristo.

Así, les dice a sus feligreses:

“Mientras me asusta lo que soy para ustedes, me alegra lo que soy con ustedes. Para ustedes soy su obispo, con ustedes soy un cristiano”.

La razón había desembocado en la fe.

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