Por: José de Jesús Marmolejo Zúñiga
Todos conocemos la historia, querido amigo, el señor Scrooge se ha vuelto mundialmente famoso por la visita de los tres espíritus que le devuelven a un alma cuasi condenada la fragancia de la redención.
En la
referida producción, una de las almas evocativas de los principales tiempos en
los que transcurre la vida humana, nos presenta un panorama que me ha hecho
navegar por los océanos del pensamiento: se trata de aquella que, en su
intervención, muestra feroces los peligros para el ser humano, encarnados en
niños que al no atenderse debidamente, a la postre degeneran en adultos con escasa esperanza, nos develan pues a
la ignorancia y la pobreza. Esa imagen me hace expresar:
¡Cuán afortunado
ha sido este año! ¡Cuán insuficiente el calor otorgado para el corazón que ama!
Nuestra labor en las aulas, sea en la ciudad, la comunidad, la montaña, el
valle o la serranía ha brillado nuevamente en cada aula y pupitre. Sin embargo,
hemos de confesar, la oscuridad de la realidad que vivimos hace larga la noche.
Solo el matiz de la juventud, con su brillo unido a nuestra esperanza, hace que
pueda estimarse en la proximidad algún fulgor. No se trata de ser negativo pero sí de tener un espíritu crítico, ese que nos puede llevar a transformar realidades.
En los medios de comunicación, de manera no solo aberrante sino también constante, la violencia hace gala de su peor barbarie. ¿Habrá visualizado en alguna pesadilla el mexicano que los peores derroteros de la virtud, expresado crudamente en obras como Justine, cabalgarían de forma tan constante por las otrora llanuras pacíficas de nuestra patria?
Sin embargo, he aquí nuestra herencia, cada época ha contado con sus heroínas y héroes, siempre alguien cansado de la injusticia, la indiferencia o la pereza, ha creado realidades diferentes. Quizá sea momento de evocar los valores de algún consagrado como Leonardo Davinci, de un reformador literario como Enrique González Martínez o quizá, alguien de moda en el ámbito científico, como Tesla.
El hecho es que, en nuestras aulas querido amigo, seguimos teniendo un manantial inacabable de esperanza. Son nuestra palabra, el bendito conocimiento y el libro, las armas de nuestra caballeresca e hidalga figura, ¡Debemos hacer que reviva el Jean Christophe en cada uno de nuestros alumnos! ¡Revivir la escuela de Atenas con trazos de manos firmes, rubenescas, pinceladas de atrevimiento, de vocación manifiesta!
Precisamente
en ello pensaba: en paralelismos, el juramento de Hipócrates sigue siendo de relevante estampa
en los médicos, a los cuales no apreciamos por el espacio físico que ocupan,
pudiendo ser la distinguida clínica o el modesto consultorio, sino por la
tranquilidad que pueden dar a un cuerpo amedrentado. En otro ejemplo, en el
piso, tirados en contacto con la nada, los sacerdotes renuncian a la vida
terrenal y comienzan una vocación sagrada. En continuidad a estas expresiones,
siempre te he compartido: ¡La docencia es una sempiterna vocación, no encuentro
una mejor forma de asociarla! Entonces, al respecto, me pregunto: ¿Cuál ha sido
nuestra promesa? ¿Qué hacemos cada día con ella?
La
introspección me hace concluir que muchos de los jóvenes que no disfrutarán
esta Navidad, por no pertenecerles más la existencia, tuvieron una oportunidad
en nuestras aulas. Es motivo de reflexión para nuestro claustro y los
progenitores, el conocer qué faltó en la etapa de enamoramiento del hombre con
su Universo, del entendimiento del crecimiento de las plantas que primero deben
ser semilla y al final fruto, de nuestra Historia, sus anécdotas y pasajes, de
la maravillosa Química que en la realidad presenta en la unidad del átomo y
encuentra réplicas en la grandeza del inexplicable infinito. ¿Qué faltó,
estimados amigos, para enamorarse de lo eterno y que dejaran de brindarse al
suelo mexicano en sacrificio al dios insaciable de la guerra? ¿Consideras que
es un don que se nos ha brindado el contribuir con esta inmensa hazaña? ¿Cómo capitalizas este idealismo?
En mis manos, como inspiración antes de la escritura de la presente carta, tuve nuestra gloriosa herramienta, no tenemos más pero tampoco nada mejor, aquella que nos ha permitido leer no solo letras, sino almas y que nos ha dado posibilidades para desarrollarnos en la vida: el libro. Mientras lo cierro, recuerdo que todo buen maestro debe ser primero pupilo ¡Pongamos disposición de aprendices para que se cumpla en nosotros el código Zen y que aparezcan así también los grandes Maestros!
El siguiente año hemos de regresar renovados, con el objetivo claro, quizá no podamos con nuestros números y nuestras letras evitar el hambre rápidamente, o la pobreza, pero sí que podemos al menos ¡No claudicar y no simular! Decidir saciar ese apetito que el ser humano no abrasa sino con la verdad, con ello sí que podremos encaminar a esas mujeres y hombres a una realidad distinta, halagadora, donde sin dejar de esforzarse, puedan mediante su conciencia, obtener para ellos el pedazo de eternidad que reclaman: el presente.
Del escritorio de un maestro,
Con mis consideraciones más distinguidas.
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