Por: José de Jesús Marmolejo Zúñiga
Nos adentramos a ese espacio reservado de la vida: la madurez.
− ¿Cómo alcanzarla con integridad?
− Renaciendo.
El poeta francés Arthur Rimbaud nos ofrece una perspectiva sumamente interesante. Sus contribuciones, al igual que la de otros autores de su generación, como Charles Baudelaire, “el poeta maldito”, desnudan el alma de la sociedad.
Con opiniones fuera de estereotipos, se encargan de ser genios a su estilo, no pueden entrar por ningún motivo en la categoría de los cándidos que destruyen lo existente (esos abundan), sino de los que con trabajo combaten los paradigmas presentes para construir modelos nuevos, reflexiones sólidas que cambian la historia.
Dante, Cervantes, Shakespeare, Rubén Darío, Juana Inés de Asbaje, Enrique González Martínez, en la literatura; Jesús, Buda, Mahoma, en la religión; Gandhi, Rousseau, Mandela, la Madre Teresa de Calcuta, Carl Rogers, en el humanismo; Miguel Ángel, Leonardo, Rafael, en el arte; Beethoven, Verdi, Mozart, en la música. Como muchos otros héroes reconocidos en nuestro mundo, tienen, entre otras, una característica: transformar, anunciar una nueva era.
Por obligación, necesidad o vocación ¿qué importa? Al final, se ha comprobado incesantemente que la humanidad ha aprendido más de sus vicisitudes que de sus periodos de tranquilidad. Porque el hecho es que lo consiguen, abren la puerta de una nueva era.
Fue sorprendente leer a Rimbaud, pero no sencillo.
Franqueado el rechazo interior, sigue estando presente ante esos “poetas del diablo” la idea del “bien y el mal” y, conjugado de una manera más concreta “de lo bueno y lo malo”, sigue siendo parte de nuestra cultura. Pero precisamente, una vez que existe la confianza para adentrarse en estos terrenos, los de la diversidad, la flexibilidad y el conocimiento −mesura al fin−, el propio francés se encarga de entregarnos una perla a la que no veo de ninguna forma oscura, sino simplemente, del color que tiene que ser. No pierde su riqueza. La cima de la sensatez.
Abrir los ojos del alma para comprender es, sin duda, uno de los privilegios más grandes del ser humano. El que la razón tome las riendas del caballo alado de Platón es indicio de uno de los méritos de la conciencia. De ahí entonces que la terquedad, la cerrazón, el odio y los resentimientos no sean procesos profundamente humanos.
Rimbaud analizó la sociedad de aquellos tiempos y, por ende, se analizó a sí mismo. Para llegar a un momento de hastío personal, un “tocar fondo” en el que se expresa con una contundencia inusitada “Ya no es la ambición, la rebeldía, el juglaresco descaro primaveral lo que estallaba en él, sino el oscuro, el horrendo, el borboteante asco, y una tristeza de ángeles, una incalculable amargura devastándolo”.
Pocas mentes habrán llegado adonde el poeta, para hacer completa la experiencia del pecado original; a reconocer el origen y buscar enmendarlo a partir de ese instante; lo desborda en la expresión: “¡Tomad mi corazón, que sea lavado!”.
Ninguno de nosotros escapa al legado de la cultura, un conjunto tan invisible como cierto que no nos determina, pero nos norma en gran medida. Darse cuenta de quiénes somos es verdaderamente uno de los momentos más venturosos, pero también más dolorosos de la existencia, es punto de partida y abandono del nativo puerto.
Así lo expresa el autor: “Todos entramos insensiblemente en ese mundo en que la alegría pierde su brillo salvaje, en que la enfermedad no es injusticia, en que las cosas, las criaturas y los días son tibios y blandos”.
Pero surge entonces la pregunta clave: ¿Cómo escapar de esta prisión? Y la respuesta de entrada parece sacada de lo peor de la filosofía y la psicología juntas: “Solo hay una salida: yo es otro”.
La alteridad del yo nos tienta a abandonar la reflexión, pero no podemos perdernos esto, porque es el instante de iluminación del autor, en que está haciendo una de las acciones más profundas y complicadas, ver más allá, tener visión e inclusive, alcanzar a visualizarse a sí mismo, aquí es cuando “el poeta se hace vidente”.
Ahora bien, el que reflexiona −el que alcanza la metacognición, diríamos en el ámbito educativo−, podrá hacer ajustes en favor de aquél que puede verse. Proceso fundamental en la vida, que puede llevarnos de a poco a un proceso de mejora personal y, a la postre, en el mejor de los casos, a la integridad. Y en ese camino, seguramente no todo será sencillo, pero siguiendo el camino de las convicciones. Rimbaud argumenta: “Si tenemos que sufrir, si tenemos que pecar, que el sufrimiento y el pecado entreguen un método de conocimiento”.
No hay nada perdido, todo es aprendizaje y crecimiento, mientras no se traicione la búsqueda del objetivo: integridad y plenitud.
Este “reconstruir un yo nuevo sobre la marcha”, sin negar tecnológicamente que la versión anterior de mi software está corriendo, pero que todos los días se prepara la siguiente porque me encuentro en constante análisis de mis errores y hasta de mis virus −para completar la analogía cibernética−, es un notable aporte de Rimbaud. Marca diferencia con otros pensadores, quienes también nos han revelado otra parte del pensamiento (evoquemos a Luis de Góngora, encargado de operar con metáforas sobre lo conocido), pero el francés, como si de un pasaje al subconsciente se tratara, nos coloca en el umbral de lo desconocido.
Se ha dicho que Rimbaud fue “discípulo y antípoda de Baudelaire, pero su expresión está organizada por la sequedad de la cólera y la dureza de la imagen”. Rimbaud fue un poeta que solía alucinar, y encontramos esa creación de realidad en la literatura, precisamente, pero también en el cine, en los ideales y en las palabras, ya que crean una realidad a veces más real que la realidad misma.
Finalmente, concuerdo en que “la imagen es a la alucinación, lo que la verdad es al sofisma, con la diferencia de que la verdad denuncia la corrupción y los oscuros secretos del sofisma”.
Eso es el renacer de la realidad.
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