Por: José de Jesús Marmolejo Zúñiga
Todavía se asoma la barbarie en medio del brillo de la modernidad, en pleno siglo XXI contamos con puertas selladas con el triple sello: el de la ignorancia, la rutina y la indiferencia. Por ende, es nuestro deber derrumbarlas, como lo hizo en su tiempo Juan José de los Reyes Martínez, El Pípila; pero en esta actualidad habremos de hacerlo con una antorcha que tiene fuego eterno.
El Pípila
Insisto, los males de la humanidad retornan de forma cíclica, no hay un final de seculares evoluciones, pero, en paradoja, es ahí donde se encuentra nuestra mayor esperanza: el demostrar la fuerza de lo bueno, de lo verdadero, del amor.
Dentro de nuestras mentes privilegiadas, esas que atraviesan el tiempo con su forma de ver la vida, encontramos a los académicos dedicados a la filosofía. ¡Sí, la filosofía, nada más respetable ni más bello! Desde el fuego de su voz, desde la iluminación de su mente, Antonio Caso aguijoneaba a quienes creían reducir el mundo a un conjunto de hechos demostrables. Con humor pero con más fuerza, agitaba las conciencias preguntando:
¿Nunca has tenido una duda? ¿Una duda siquiera? ¡Una siquiera!
Con sus declaraciones, abría la brecha de las libertades, retomaba el anhelo de los seres humanos que no nacimos ni debemos ser esclavos, mucho menos de nuestro potenciador más alto, nuestra conciencia. Por ello Antonio Caso, quien degustaba las conversaciones de altura, en una de sus polémicas reclama la posibilidad de ser diversos, de permitirnos pensar diferente, lo dice así a don Agustín Aragón y León: “Pero el pueblo mexicano no sois vos, señor Aragón, no tiene tus preocupaciones, en cambio tiene algo que vale infinitamente más: su derecho a pensar libremente”.
Antonio Caso
Se asume defensor de la conciencia para declarar: “El nuestro, es un pueblo dueño de sí mismo al que nadie le puede declarar dogmas”. ¿Es así? Parece preguntar nuestra historia a través de los siglos y reclama nuestro presente, cuando las amenazas a la libertad de pensamiento aparecen nuevamente disfrazadas de ideas razonables. Los villanos vuelven con diferentes facetas, el poder, como el anillo de Giges, trastorna a quienes le poseen, y cuando el equilibrio llega siempre debemos estar vigilantes para que los viejos vicios del ser humano no revivan.
Antonio Caso lo decía en torno al momento histórico que vivían: “No es posible dejar el yugo de la Iglesia para caer bajo la férula de un monstruoso organismo político”.
A menudo recitaba, como quien anuncia el absurdo de una idea incompleta, con ese humor característico que da la inteligencia, el credo del positivismo enunciado por Agustín Aragón:
“Creo en nuestra augusta madre, la humanidad… que subió a las escuelas positivistas, y se halla a la diestra del saber demostrable, el único poderoso”
¿Recuerdan la canción de los molinos de viento de Mago de Oz? Pues la próxima vez que la escuches, pensemos que, en otros momentos de la historia y en nuestra propia nación, los intelectuales a manera de réplica −y no una banda de folk metal−, pudieron haber escrito la letra.
En sus polémicas, Caso nos da pensamientos de uso cotidiano, de esos que no deberían faltar en ninguna argumentación básica; sostenía, en torno a sus contrincantes:
“Tienen el atrevimiento a cubrirse con el manto del buen sentido común”,
y continuaba complacido: “No es la primera vez que bajo los pliegues de ese manto se encubre directamente la locura”.
Después, surgía en sus palabras la lava resultante de haber trastocado las placas tectónicas del conocimiento, porque nada más provocativo, pero a la vez infame que hablarle de cultura a un hombre dedicado al siguiente nivel de la misma, la sabiduría. Por ello fue para él un delicioso bocado el que le mencionaran en un ataque al génesis de la civilización. Indignado, responde con un sencillo pero contundente reproche:
“¡Atenas! ¡La Atenas comtista cabe seguramente dentro de una nuez!”.
Más adelante, se asume en sus raíces hispanas, como el Cervantes que usa inteligencia y humor para lanzar la siguiente crítica: a manera de capítulo del Quijote, enuncia en torno a la argumentación de su atacante:
“Es la unificación de los criterios, la armonía preestablecida de Leibniz, la inconmovible alianza de los caballeros andantes de la filosofía positiva”.
Ante palabras aisladas que buscan convencer porque cuentan con una estructura mínima racional, él devela la profundidad y, con el mismo medio, quita el velo para buscar la verdad, expresa contundente para revertir un jaque mate del enemigo.
¿Cómo ver como un acto despótico el cumplimiento de la ley?
Ésta la fuerza y el riesgo de polemizar con alguien del tamaño de Antonio Caso. La pregunta lleva al mismo tiempo el argumento, mientras que hace un pequeño señalamiento a la persona que establece la tesis, adelanta la antítesis que coronará más adelante.
Si el contrario va más allá, de forma tal que se aferre no con razón sino con fe dogmática a sus argumentos, esto es, que busque rebajarse al ataque personal, en lugar del raciocinio, saldrá elegante con el humor inteligente o con la frase de algún gigante. Para quejarse, se le escuchó decir:
“La sinrazón humana es lo único que puede dar cuenta del infinito”,
citando en este caso a Ernest Renán.
En fin, esa visión renovada durante el día y aquilatada por el estudio de madrugada, su voz potente escuchada con atención por la gente, es ese verdadero espíritu que la educación espera. El resto no es más que “vino nuevo en odres viejos”, como establece la parábola.
Así, Antonio Caso mostraba con sus vibrantes polémicas el camino a seguir por los universitarios: con una genuina pasión educativa.
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