Por: José de Jesús Marmolejo Zúñiga.
No tuve oportunidad de dialogar con Jaime Torres Bodet, de manera física. No fuimos de los afortunados. Cuando se marchó al encuentro de su destino, en el año 1974, faltaban ocho para que yo siquiera fuese proyecto de vida.
La primera vez que escuché una cita de él fue en voz de un gran legislador. De la misma fuente surgían Octavio Paz: “El mundo cambia si dos se miran y se reconocen”; Lao-Tse: “la gratitud es la memoria del corazón”; Jesús Reyes Heroles: “Hay dos clases de funcionarios: los que explican y los que resuelven”; o Eleanor Roosevelt: “El futuro es para quienes creen en la belleza de sus sueños”.
De la misma manera fui a su encuentro mediante esos grandes hallazgos que te permite la Ciudad de México −sobre todo si eres de provincia−, pasadizos a mundos sobrenaturales que creías inexistentes: las librerías de antiguo. Cientos y cientos de libros sobre la calle Donceles (que hace homenaje a los jóvenes varones nobles que se preparan para la vida). Es un placer cuando te das cuenta que no es solo un sitio, sino que es aplicable la teoría de los multiversos literarios.
Inmarcesibles, los libros con años y con historia parecen abarcarlo todo, de pronto pareciera que no hay más opción que perderse por pasillos y anaqueles, hasta encontrar algún tesoro. Pero una nueva posibilidad se abre, la calle 5 de Mayo, donde múltiples personas ofrecen una cantidad amplísima de títulos. Desafortunadamente, hay mucho que recorrer antes de encontrar un buen precio.
Así, tras las primeras inmersiones, llegas a ese punto de origen, a las tradicionales librerías. Sin saberlo y flanqueada por los antiguos vestigios de nuestra gran cultura prehispánica, el Templo Mayor, y del símbolo arquitectónico colonial más importante de la religión católica, la Catedral Metropolitana, se encuentra la Librería Porrúa. Una investigación posterior en Internet arrojará rápidamente un hallazgo que alegra el instante: estás en la sucursal que es matriz de todas las existentes en el país.
Estás pues en la capital de nuestro México. Donde creí solo encontrar ediciones novedosas, sin ese aspecto que recuerda a un tesoro, aparecieron joyas.
La pregunta fue ¿tienes algo de Torres Bodet? −Permíteme, creo que recuerdo algo en bodega−, me contestaron. El que la expresión de quien me atendía fuera de extrañeza me hizo sentir afortunado, pero a su vez me generó una profunda reflexión: ¿Cuántos de los educadores de nuestro tiempo buscan conocer el pensamiento de uno de los hombres más ilustres que ha pisado la Secretaría de Educación? Uno de esos funcionarios que cuando llegaban a su gestión, eran vistos hacia arriba por los presidentes de la República.
De pronto, quien atendía regresó con prominentes libros, pastas duras rojas con letras doradas y un excelente precio. Prácticamente descontinuados, los libros no aparecían en el sistema. ¡Eran los últimos! El libro de Discursos de Don Jaime Torres Bodet, también sus Memorias, estas últimas en dos grandes tomos con las características mencionadas. Me los traje, por supuesto.
Agustín de Hipona mencionaba “sabiduría antes que elocuencia”, y pedía también profundizar en lo que se lee, verificar qué es lo que busca expresarnos el autor. Gabriel Zaid, por su parte, nos invita a no solo pasar los ojos por los textos, sino hacer nuestra la lectura para incorporar inmediatamente la acción. Octavio Paz hablaba de esos grandes autores que respondían preguntas en sus textos, que nosotros ni siquiera habíamos terminado de plantear de forma correcta en nuestras mentes. Todo esto es posible cumplir con lo escrito por Jaime Torres Bodet.
Sucede también que, en aquellos grandes libros, en cada ocasión que los leemos nos arrojan información o reflexiones diferentes. Piaget o Erikson podrían plantearnos la evolución del ser humano y su grado de comprensión en las diferentes etapas, pero en una forma más poética José Emilio Pacheco nos diría “no leemos a otros, nos leemos en ellos”.
Así, en Torres Bodet, encontramos la iluminación del poeta, la necesidad del funcionario y la cultura del hombre.
Pero existen otros elementos fundamentales. Encontramos una visión amplia que parece abarcarlo todo, también empatía, la de quien conoce, ha recorrido y quiere estar del lado del otro. Encontramos el nacionalismo necesario de los funcionarios revolucionarios institucionales de aquel tiempo −¿había otra opción? −, que se asumían a sí mismos progresistas.
Y encontramos el rostro de un hombre que ha enfrentado la guerra, que ve hacia el futuro pensando en superarla, que piensa en la hermandad como el mejor camino de esperanza. Vemos al incansable luchador de todos los tiempos, inconforme, que critica, que plantea senderos que para él son claros y que, como lo dice con sus propias palabras en la introducción “busca no ofender a nadie”. Con un análisis de sus discursos, la elegancia le alcanzaba para señalarlo todo, pero para no entrar en conflicto deliberado con nadie.
¿A quién le hablaba Don Jaime Torres Bodet? ¿Qué les decía? Me pregunto en cada lectura. Les hablaba a todos, les compartía el futuro, les impulsaba y también les amonestaba en torno a caminos menos valiosos desde su punto de vista. Lo dice y lo practica: en sus discursos busca primero convencerse y después argumentar a los demás.
Difícil y prodigioso, lo que un hombre logra con voluntad y disciplina, pues eran estas junto con el valor hansenista del cumplimiento del deber, lo que le lleva a expresar que “el talento era trabajo”, por eso podía vérsele salir de la Secretaría de Educación Pública un 31 de diciembre hasta muy tarde, y presentarse al día siguiente en un 1 de enero, de nuevo y temprano.
Dicen los persas que la paciencia es un árbol de raíces amargas, pero sus frutos son muy dulces. La inteligencia de Torres Bodet −extremadamente precoz, ya destacada por el dominio del francés heredado por su madre−, le daba una capacidad formidable para lucir empático y motivador con los alumnos; con liderazgo por conocimiento y reconciliador con los docentes; culto, amplio y crítico con los artistas; preparado, de raíces mexicanas y alcanzable por el pueblo; un enorme funcionario en la administración pública, así como una grata revelación en los planos internacionales.
Si había que inaugurar un monumento llamaba por testigo a la tierra, para no olvidar a la Patria como madre de los mexicanos; si de conmemorar una gesta de la lucha por Independencia, reflexionaba, nos devolvía la mirada y nos preguntaba retando: ¿Qué hemos hecho con la libertad que nos fue concebida? Y se comunicaba a través del tiempo con los héroes para garantizarles que desde el presente los hijos de esa libertad harían lo necesario por ser dignos portadores de las garantías alcanzadas. A los jóvenes, (tal como lo hacía Vasconcelos), los guiaba con citas del Ariel, de José Rodó, pero les insuflaba valores, les pedía contar con una trayectoria y dejar la vanidad a un lado, para dar paso al trabajo. A los artistas les valoraba, pero les pedía ir en búsqueda del Pueblo, para que la cultura no fuese un satélite, sino parte de la esencia, de las raíces de los ciudadanos. Que la cultura fuese del pueblo a los artistas, evitando convertirse en una élite con ideas solo del extranjero. Aguijoneaba: ¿Cuándo nuestra técnica ayuda al agricultor a salvar una cosecha? La invitación a ir al encuentro.
No era la única, ya antes Justo Sierra, en la fundación de la que sería la Universidad Nacional, avisaba el peligro de distanciarse de la gente, al “elevarse al momento de estar estudiando las estrellas”. La pedantería del profesionista, que en algún momento puede considerar que sus estudios y no sus soluciones −como debería de ser−, le dan derechos sobre los otros.
Prosa exacta, descriptiva y vasta, con palabras de búsqueda obligada en el diccionario, que la mente disfruta leyendo, pues es este nuestro idioma, el que hemos aprendido de nuestros padres y donde podemos encontrar una mayor capacidad para comprender ideas. Hago esta reflexión en el sentido de otros gratos idiomas con los que tenemos posibilidad de contacto, pero donde nuestro vocabulario llega muchas veces a lo básico.
Impulsor, motivador, con armonía en las palabras y con mucha literatura, Torres Bodet llegaba a lo más profundo de las conciencias. No es difícil verlo citar a los más conocidos poetas: “Entre más atreve su ramaje a la inmensidad magnífica de la luz, más debe hundir su raíz en la noche pródiga de la tierra”, pero también ir a cualquier parte del mundo, para traer por ejemplo una cita de los upanishads: “La voz del hombre regresa al fuego, su aliento al aire, su vista al sol, su cuerpo al polvo y su sangre al agua ¿dónde entonces se encuentra el hombre?”. La cultura hindú cautivó por cierto a muchos intelectuales mexicanos, entre ellos José Vasconcelos, Octavio Paz, José Juan Tablada.
Sobre estos vientos de oriente sería interesante hablar más adelante de José Juan Tablada y sus caligramas y el japonismo; de los estudios indostánicos de Vasconcelos; así como de los haikus y la historia de amor de Octavio Paz debajo del árbol de neem. Como siempre, la lectura es una casa de múltiples ventanas y excelencia en sus pasillos.
Estas maravillosas charlas, a la distancia, nos las dejó Don Jaime Torres Bodet, a través de sus libros, que forma parte de la gran herencia pública que su trascendencia nos ha otorgado.
Nuestra mejor herencia.
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