Por: José de Jesús Marmolejo Zúñiga
Las palabras. Las frases. Los distintivos. Toda buena conciencia debe tener íconos, símbolos, para que en los tiempos de paz, nos inspiren; y en los de retos, nos motiven.
Mi generación alcanzó a personajes como Michael Jordan, Jorge Campos, Michael Jackson, Bill Gates; no le será tan difícil, como a mí, completar la lista.
Uno de esos grandes personajes fue un polaco, Karol Wojtyla, carisma y humildad desde la salida del humo blanco en la Plaza de San Pedro que lo anunció. Recordemos una frase que le abrió las puertas de muchos corazones: "Si me equivoco, me corrigen". La lectura dada por el mundo a la misma fue de sencillez, la de los italianos, de localía... ¿Por qué?
He querido referirme a lo anterior para introducir a los valles, los viñedos y las estrellas, en épocas de los partisanos contra la ocupación nazi, que pueden encontrarse en uno de los principales autores de Italia: Cesare Pavese, en su relato cumbre: La luna y las hogueras. Como a mí, vea usted si le atrapa este profundo espíritu italiano con esta frase:
“Fue así que comencé a entender que no se habla solo por hablar, por decir <<he hecho esto>> <<he hecho aquello>> <<he comido y bebido>>, sino que se habla para hacerse una idea, para entender cómo marcha este mundo…”
Mediante una luna en campiña despejada, frente a una fogata a todo fulgor, Pavese nos desdobla a su Italia, comienza el olor a viña y a higos en el aire. Su relato nos hace pensar en el estribillo de una canción: “Te pareces tanto a mí…”. Con el ego un poco más atemperado por el viento de verano, recordamos, inmediatamente que somos latinos, nuestra lengua romance… Debe ser nuestra genética. Nuestra ascendencia latina.
Sí, efectivamente, México, en muchos aspectos del carácter, tiene una importante relación con la Italia unificada de Giuseppe Mazzini, impulsada por las claras notas de Verdi que musicalizan la tragedia Nabucco: “Va, pensiero…”.
Lo afirma de manera más contundente Nuto, el personaje del relato de Pavese, que no sabe adónde pertenece ni cuál es su origen, en una búsqueda llena de costumbrismo −como si de un personaje de Pedro Páramo en Juan Rulfo se tratara−. Lo dice así:
“Ahora rumiaba que con lo listos que eran los californianos, aquellos cuatro mexicanos andrajosos hacían una cosa que ninguno de ellos habría sabido. Acampar y dormir en aquél desierto −mujeres y niños−, en aquel desierto que era su casa, donde a lo mejor se entendían con las serpientes. Tengo que ir a México, decía, apuesto a que es el país que me va…”
El conjunto de pasiones descritas en la obra no es desconocido para nuestro pueblo. ¿Cuáles son exclusivas de alguna raza? Al contrario, nos crean ciertos lazos de familiaridad y comodidad irresistible: la pobreza, los intereses personales, la religión y hasta el absurdo. Algún día dijo André Bretón, surrealista, que a México no habría que entenderlo desde la razón, sino desde al absurdo. Italia parece compartir la belleza natural y la opresión de la razón de manera constante.
Las fogatas añoradas por la infancia de Nuto, y su único vaso comunicante con el pasado, tienen en su inconsciente representación mágica, como si de la renovación del fuego en nuestros pueblos prehispánicos se tratara.
Pero no solo con los leños, con la palabra también se generan chispas, se iluminan presentes, se impulsan continuamente acciones. Nuto concentra toda la fuerza de la ideología en un “¿De qué tienes miedo? las cosas se aprenden haciéndolas. Basta con tener ganas”.
En La luna y las hogueras hay una Italia descrita por el autor que está más allá de la pródiga historia, pero al mismo tiempo se presenta víctima y artífice de aquella, con luchas intestinas, abigarradas contra el comunismo, el fascismo y la ocupación nazi, donde se eleva al rango de adoración y castigo a ese Dios que no busca, pero paga procesiones: el dinero. Desde su lectura, el dinero genera pobres o hace mezquinos a los ricos.
En dichas creencias, una parte de la población vive en el presente, aferrada a la tradición, los lleve a donde los lleve, incluso a ninguna parte, o para atrás. No están aquí los grandes pintores, inventores o escultores italianos, solo sus objetos de estudio, solo sus golpes de cincel: “il popolo”. Sin embargo, también en el pensar de la gente, del polvo y del corral, se estilan elementos de sabiduría, pues a costa de experiencia se conoce la realidad:
“Todo el mundo es una maraña de carreteras y de puertos, un horario de gente que viaja, que hace y deshace y por todos lados hay quien es capaz y quien es un infeliz…”
Vale evocar a los coros del orgulloso Verdi que van in crescendo, cuando la historia de Pavese presenta ecos de la propia, un alma expulsada que trabaja “abroad”, como en muchas de nuestras comunidades, por necesidad, huyendo de una realidad que no le invita, le exige desterrarse de su patria. Llega, como si de la obra de Mario Puzo, El padrino, se tratara, a la América de las libertades; más tarde, consigue regresar a su Italia y ser reconocido, tratado diferente y encuentra que en su natal pueblo: “no había cambiado gran cosa; había cambiado yo”.
Pinceladas de equilibrio se ofrecen en el relato de Pavese, como el recordatorio siguiente: “¿Qué te crees? La luna es para todos, como las lluvias, como las enfermedades… La sangre es roja en todas partes”. Sin embargo, no todo es equilibrio: “la vida está llena de amos que azuzan a los perros”, así mantienen el equilibrio, el suyo.
Dentro de la obra, encontramos otros recordatorios, como la advertencia: “Al ignorante no se le reconoce por el trabajo que hace sino por cómo lo hace”. También, una visión bondadosa, al estilo de Rousseau: “La gente nace toda igual, y son solamente los otros los que al tratarte mal te estropean la sangre”.
Para los italianos y para el mundo, los tiempos de cambio están continuamente presentes. Nos sumen en una ambigüedad tal que estamos dispuestos a encontrar nuestros excesos y trabajar en ellos, corregirlos, consumir los vicios anteriores y dar paso a una nueva energía. Lo impulsa Cesare Pavese con una expresión de sentencia: “¿O no? Acaso sea mejor así, mejor que todo se esfume en una fogata de hierbas secas y que la gente recomience…”. Y afirma “En América se hacía así −cuando estabas harto de una casa, de un trabajo, de un sitio−, cambiabas”.
Pero, en un pensamiento complejo, el debate del ser humano se encuentra no solo entre los fines y los medios, sino entre la idea del progreso, y la añoranza del pasado:
“Lo primero que dije, al desembarcar en Génova en medio de las casas destrozadas por la guerra, fue que cada casa, cada patio, cada terraza, ha sido algo para alguien y, más aún que en el daño material y en los muertos, desagrada pensar en tantos años vividos, tantos recuerdos, desaparecidos en una noche sin dejar una señal.”
El final, que a todas luces esperamos intenso, no defrauda al lector: una espía, amiga de la infancia, desaparece junto con su ideología en medio de una fogata, de ese elemento de renovación y continuidad que se aviva en un “irse es regresar siempre”.
Como las llamas de una hoguera a la luz de la luna.
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