miércoles, 15 de diciembre de 2021

El pasado solo tiene valor para quien confía en el porvenir

 


José de Jesús Marmolejo Zúñiga

 

¡Vive nuevamente, Jaime Torres Bodet! Vive, para que pueda recuperar la educación su elegancia, su fortaleza y visión.

En tiempos de crisis, es grato recordar el enfoque que tan diáfanamente nos propusiste: 

“En la interpretación de lo nuestro, no debemos jamás prescindir del más amplio concepto humano”. 

Este anhelo en el presente nos confronta, para evitar sufrir de aquello que Charles Dickens observara por primera vez: 

“una masa de personas sin rostro, donde nadie busca al otro”.

Es verdad, fuiste una inteligencia precoz, poeta de la noche sin llegar a búho, sin recorrer camposantos como Baudelaire, pero estricto y sistémico. Se reconoce que eras inflexible, cuando sentías que la razón estaba en verdad de tu parte.

Tras valiente salida del territorio europeo en plena Guerra Mundial, regresaste a un México que te esperaba para ser luz de las aulas, para darnos un grato ejemplo. La cuna burocrática y el exceso de bibliografía no menguan la capacidad de tener 

“relaciones de comprensión con los maestros”. 

Tu primera tarea, aquella donde los menos provistos quedan, fue tu puerta triunfal, la unificación de los docentes mexicanos; venciste la división apuntalando el interés superior de la patria.

El Plan de los Once Años, el impulso a las bibliotecas, la alfabetización y la construcción de múltiples templos del conocimiento, tus notas gloriosas en la melodía de tu vida. También los ojos apoyados en las lentes te permitieron ver más allá, en lo que desde entonces pasaba y que, como legado, tenemos:

“El aumento de los espacios educativos ha tenido una consecuencia desventurada: la de incluir a muchos jóvenes mexicanos a seguir la carrera magisterial, no porque realmente les interese, sino para asegurarse un medio de vida, que juzgan fácil, tras de estudios −más bien someros− y para intentar conseguir una situación social de índole diferente”.

Y señalas, flamígero: “Cuando fracasa en sus estudios de médico o de ingeniero, emigra al magisterio”.

Te asumes parte de esta realidad provocada, pero no como quien desconoce, sino como el que es consciente; no del que irónicamente lo reconoce en favor de su beneficio en el presente, sino como quien razona: 

“Preocupados por acrecentar la cantidad, tuvimos que diferir el mejoramiento esencial de la calidad. No deseábamos que nos excuse el futuro. Esperamos, tan solo, que nos comprenda…”

Diplomático y educador, fuiste fuerte de razonamiento y de palabra, diría Víctor Hugo: “Lo que bien se piensa, bien se expresa”. Y aun así tu mirada era la de un emérito consagrado a la causa de los que en la escuela encuentran una esperanza. Con el mismo fuego que criticabas el utilitarismo, buscaste mejorar la dignidad de aquello, a pesar de ese siempre escaso recurso tan fugaz, ante el que expresabas: “el tamaño de lo posible no guarda relación con la magnitud de lo indispensable”.

Hoy en día, la reflexión se encuentra solo en congresos y eventos especializados. Sí, nos sigue consumiendo la misma ansia, buscamos correr y siempre nos tropezamos, no se nos ha dado el caminar. Finalmente se cumple la teoría del filósofo Johan Huzinga: “Toda civilización determina lo que quiere que sea su propia historia”. De forma constante, le damos rostro con menos pasión y fervor a esto, que es muy diferente a lo que soñabas desde esa calle vacía de la República de Argentina, donde salías tras atender tus últimos pendientes a las 9 de la noche de un día viernes 31 de diciembre.

La elegancia de los primeros acordes de un danzón armonioso se escuchaba entre los adoquines del primer cuadro de la Ciudad de los Palacios, al verte pasar, hombre distinguido, la pléyade educativa de un país.

Pero lo tuyo no era un panorama oscuro. Todo lo contrario. Procedía de la región más transparente enunciada por Alfonso Reyes; pasaba por la combatividad de Paul Valéry, cuando expresaba: 

“La idea del pasado constituye sólo un valor auténtico para el hombre animado por la confianza del porvenir”. 

Por eso, en cada oportunidad de reenfocar la mirada, impulsabas ese amor por la unión, memorable la participación ante los docentes de Historia, a los que en Años contra el Tiempo podemos verificar la siguiente narrativa:

“Invité a los profesores a cancelar el odio de la narración de la historia de nuestra patria. Tampoco tender un velo hipócrita y tembloroso, para no colocar a los héroes de México en la equivocada posición de protagonistas sin contenido y de seres que pelearon contra fantasmas”.

Cerrando con dos certezas contundentes: 

“No nos consagremos a palpar cicatrices, no desquiciemos el futuro por las cóleras del pasado”. 

Sigue retumbando tu voz entre las conciencias de tantos mexicanos que sabemos que la división de la patria nunca ha arrojado dividendos, finalmente “México es un todo”. Lo dijiste de inolvidable manera: “Seamos dignos de aumentar, a la historia heredada, la historia nueva: la que surgirá de la unión de esperanzas”.

Si acaso pudiéramos resumir de alguna manera el carisma intelectual que te permitió unificar al magisterio, encontraríamos material para la inteligencia en la siguiente expresión −aunque en relación a la historia nos habla de esa personalidad de reconciliación, que aprendió a admirar la Catedral Metropolitana, pero también el Templo Mayor−:

“No podemos ignorar la opinión de quienes no encarnaron acaso en la historia el ideal progresista de México, pero no por eso dejaron de intervenir, con derecho en la vida de la República”.

Ese solo fragmento tiene un valor en oro, pues nuestro país está lleno de claroscuros; nadie es capaz de reconocer de forma confiable el aporte de Maximiliano a la educación del país, ni las negociaciones desesperadas de Juárez, Santa Ana o Carranza con el extranjero; pocos recordarán la defensa de nuestra patria que los norteamericanos hicieron en Veracruz contra los españoles; poco queremos recordar la valentía de Porfirio Díaz contra los franceses, ni que son sus obras las que nos siguen llenando de orgullo y admiración en la capital mexicana; mucho menos el amor que Cortés tuvo en sus territorios conquistados. No, en México sepultamos el pasado como pirámides, lo sepultamos por completo porque “es malo e irreconocible”, porque lo siguiente siempre debe ser mejor.

Hay aún muchos héroes, grandes constructores de nuestra patria que no serán recordados por los libros de historia por encontrarse al final, en el lugar equivocado. Viene a la mente en este momento un guanajuatense, hombre destacado: don Lucas Alamán, por citar a alguno.

Reconocer la diversidad como divisa y no como mal tolerado; no tener miedo o recelo a las ideas distintas, es característico de mujeres y hombres trascendentes. Torres Bodet lo expresó así: 

“Y una visión completa de las razones que algunos sectores tuvieron para vivir y para luchar, eliminaría de nuestra historia ese elemento crítico, necesario, que sólo temen los déspotas o los débiles”.

Finalmente, la historia como la que acabamos de contar, tiene una función clásica, “la de ser maestra de la vida”. Así, hoy dimos una leve pincelada la obra de otro gran hombre que siempre supo expresar lo necesario como un caballero, quien creía en las palabras de Núñez y Domínguez: “No es necesario callar nada por respeto porque todo puede decirse con respeto”.

Pero también con valentía, porque solía decirse en nuestro México de inicios de siglo: 

“Para que un hombre sea culto, primero debe ser hombre y ya después que se cultive”.

 

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