miércoles, 15 de diciembre de 2021

La verdad se va definiendo, hay que buscarla

 

Por: José de Jesús Marmolejo Zúñiga

Seguramente ese sería el nombre mínimo que los desentendidos ocuparíamos para referirnos al insigne campechano. Agregaríamos “¡Maestro!”, quienes cobijáramos nuestra inteligencia con los saberes más mínimos, y agregaríamos “de América”, para nombrar la grandeza de un hombre que atravesaba con mente lúcida las páginas de la historia.

El legado de su padre fue de revuelta y sapiencia, la península donde termina nuestra patria, en algún momento, pudo ser cubierta por la bandera de las barras y las estrellas. Fue prodigiosa labor de Don Justo Sierra lavar la descendencia en las aguas del nacionalismo.

Entregado a una pasión positivista, única sostenible en el país tras la Guerra de Reforma −con la cual Benito Juárez escondía religión y ministros en la sacristía−, un firme busto en una de las esquinas de la exquisita arquitectura de San Ildefonso, nos habla del fervor y empeño con que abrazó el Maestro la causa que enarbolaba Augusto Comte en Francia y Gabino Barreda en México.

Sí, con la presencia de Porfirio Díaz creó el alma educativa de un país. A su partida, siguió empujando un ideal que trascendía por mucho a las personas, pues era el alma misma de la nación quien le dictaba los siguientes pasos. No hay hombre trascendente de nuestro México, que no haya robustecido el carácter durante el camino, no hay quien disfrute el viento fresco, pero, ante las primeras gotas de tormenta, no acelere el paso para llegar al objetivo.

Así, el otrora positivista se dedicó a hacer retumbar los recintos académicos para expresar:

La ciencia, vasto mar que todo arrasa, es como el mar, que no tiene una gota, para calmar la sed que nos abrasa.

Con estas contundentes afirmaciones, hubo de transformarse en el ave nocturna que augura, con su canto, un nuevo amanecer: el de una juventud vigorosa y fuertemente nutrida por un nuevo pensamiento, el de la experiencia internacional, con la jugosa miel derramada del conocimiento. El tiempo del Ateneo de la Juventud tocaba a la puerta del porvenir, y Justo Sierra, con su afinidad de roble, se hablaba en cortito con cualquier pasadizo. Era pues, un hombre apreciado por el tiempo, experimentado en el propio, pero con la mirada en el futuro.

Si algún discurso de Don Justo Sierra nos mueve más a emoción, es sin lugar a dudas el cultísimo y solemnísimo conjunto de palabras engalanadas que aconteciera en la ceremonia inaugural de la Universidad Nacional de México. Fue el concierto de las naciones a cuyo arrullo brotó la más profunda virtud del hombre, la búsqueda de la verdad. Con estas palabras separaba el “Maestro de la Juventud” (como muchas otras semillas, con ese germen fueron llamados, entre ellos, José Vasconcelos en México o Enrique Rodó en Uruguay), los esfuerzos anteriores con la novel iniciativa que muchos se dieron a la tarea de llamar “La Universidad de Justo Sierra”:

Los fundadores de la Universidad de antaño decían: la verdad está definida, enseñadla; nosotros decimos a los universitarios de hoy: la verdad se va definiendo, buscadla.

Estas palabras, que después retomaría uno de sus discípulos, Don Antonio Caso, inflamaba el pecho de los modernos, irritaba el de los positivistas y sepultaba en honda amargura a los escolásticos. Pocas veces se vio tan afilada, inteligente y elegante consigna contra los jesuitas, portadores de un laberinto del pensamiento que, en palabras de Justo Sierra, nunca permitió crear nada nuevo.

El discurso completo es un llamado a la aristocracia mediante el conocimiento, pero no con el malentendido poder que te aleja de la sociedad, sino en el que te potencia para servir más y mejor. Es una invitación a rodearse de los mejores, pero también a poner en práctica lo más profundo del conocimiento universal, para eso pone a disposición los tesoros inalienables del conocimiento:

…porque deseamos que los que resulten mejor preparados por nuestro régimen de educación nacional, puedan escuchar las voces mejor prestigiadas en el mundo sabio, las que vienen de más alto, las que van más lejos; no sólo las que producen efímeras emociones, sino las que inician, las que alientan, las que revelan, las que crean. Esas se oirán un día en nuestra escuela; ellas difundirán el amor a la ciencia, amor divino, por lo sereno y puro, que funda idealidades como el amor terrestre funda humanidades…

Un completo humanista, un patriota de aquellos tiempos que hace reverberar la palabra “humano” en el poderío que la cultura clásica, ostenta en los principios más originales del hombre, lo demuestra a cada palmo, le tiende la mano a la olvidada Filosofía, la conduce por los pasillos de las escuelas donde vaga como posesión desentendida. Esta a su vez le entrega escudo y lanza, para que, iluminado por la fuerza de la sabiduría, la diosa Nike, le haga cerrar con su energía: “Que sea la Universidad, situada dentro de las proezas de la Atenea Promacos”, aquella que fue vista siempre como defensora de los suyos, la misma que siempre se ostenta en la primera línea de batalla.

Este es el concepto educativo de Don Justo Sierra.

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