Por: José de Jesús Marmolejo Zúñiga
“El sabor del vino una tarde o el color de una nube sobre el mar…” Son parte de la hermosa forma de narrar la vida de Octavio Paz.
Sus palabras están llenas de instantes, de enamorarse de las pequeñas cosas, del respirar, pero también del degustar.
Nuestro gran poeta, cosmopolita, universal, puede aparecer frente a usted con las descripciones combativas y libertarias de Elena Garro y Elena Poniatowska; o en la mirada amorosa, llena de libertad de María José. Cualquiera que sea el enfoque, la experiencia de Octavio Paz nos permite, mediante la palabra poética, viajar a otros cielos, a otras tierras y a otras verdades.
Su visión alcanza calmos mares y tempestuosos océanos, siempre fluye en dualidades: “El poema depende de la palabra, pero a la vez lucha por trascenderla…” nos dice. En este tipo de madurez del lenguaje, en el que pasamos de lo meramente descriptivo a lo mágico y vital para el ser humano, se puede rematar con su siguiente frase: “las palabras del poeta justamente por ser palabras, son suyas y son ajenas”, dentro encontramos la fórmula para toda creación humana que habremos de hacer propia y tomar prestada.
A continuación, nos lanza un reto, para transitar por un camino distinto la vida, quizá solo para vivirla:
“Un poema que no luchase contra la naturaleza de las palabras, obligándolas a ir más allá de sí mismas y de sus significados relativos, un poema que no intentase hacerlas decir lo indecible, se quedaría en simple manipulación verbal”.
Idealismo, utopía, mirada de posibilidad, Octavio Paz, en el sentido de dualidad arriba citado, nos ofrece hacer algo nuevo, redescubrirnos, presentar nuestra sencillez revestida de gala. Es la mirada antigua característica de los mejores espíritus ancestrales: se refleja en el canto a los pájaros y las flores de Nezahualcóyotl; las confusas reflexiones en torno al lucero de la mañana, en la leyenda de Quetzalcóatl del Maestro Ángel María Garibay, pero también es perceptible en los inicios mismos de la humanidad con Gilgamesh resaltando héroes, cual antecedente a las epopeyas griegas; en el libro de los cantos (Shi Jing) creado posiblemente por Confucio en China; el Manyoshu japonés, versos en las primicias de la civilización.
De los griegos, y sus relatos de hombres en consonancia con los dioses, nos recuerda que para ellos “el hombre forma parte del cosmos, pero su relación con el todo se funda en su libertad”. Concepto anecdótico, valor que se conquista todos los días, prueba de fuego para una conciencia con alas.
Y de estos ejemplos comienza una apasionada defensa que solo un vigía en alto mástil visualiza, se despliegan las velas, el aire fresco de una primavera comienza a empujarnos en un recorrido por el tiempo, la embarcación levita: “sin palabra común no hay poema; sin palabra poética no hay sociedad”; ese arrojo que trasciende el tiempo, que deja el hoy para incrustarse en el mañana, argumenta de la siguiente manera: “sin el conjunto de circunstancias que llamamos Grecia no existirían la Ilíada y la Odisea; pero sin esos poemas tampoco habría existido la realidad histórica que fue Grecia”.
Quizá la verdadera trascendencia del hombre se encuentra aquí, en fundirse con el tiempo para hacer el instante único y absoluto. Así se da origen a la historia, pues a la postre “el poema del lector no es el doble exacto del escrito por el poeta pero el lector recrea el instante y se recrea a sí mismo”.
Así, el poeta sobre la rama, en su ensayo “La consagración del instante”, nos recuerda que la poesía es presente y, como la vida, requiere encarnarse todos los días en la historia para existir plenamente.
Divinicemos el momento.
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