Por: José de Jesús Marmolejo Zúñiga
Quisiera mi memoria −que está en deuda con uno de los pocos libros que he terminado por completo−, escribir la historia apasionada del joven Werther, pero el fluir de mis dedos brincó de gusto cuando la ventana del alma que son los ojos pudo presenciar el siguiente espectáculo:
“Estoy a oscuras. Primero tengo que buscar la luz para que me dé fuerza para todo esto”
Es una frase de un grato libro recomendado por un compañero de la época de ilusiones y aprendizaje para el vuelo, la etapa universitaria.
El Corazón de Piedra Verde, de Salvador de Madariaga, se quedó, como un enclave, en una playa de destellos fluorescentes, donde el mar recibió la tarde y, más adelante, en penumbra, la visita del ancestral Quetzalcóatl: ahí en ese océano Pacífico observé su reflejo confundido con la noche.
Mi ejemplar de ese libro, con pastas marrón, emocionado escuchó a la orquesta sinfónica del puerto; interesado, admiró las expresiones estéticas de la cultura griega, que en mármol parecían observar la historia; recorrió conmigo las noches de calor húmedo, compartiendo una fuente, a veces un balcón; y en un desayuno, por fin se quedó. Después de esto no vi a mi libro más.
Fue una lectura apasionada que tuve por intensos días y que prácticamente me llevó al final del libro. Entusiasmado, fui encontrando restos de gobernantes mexicas en sus episodios, pero también la nobleza de la cultura española; encontré −no puedo negarlo−, sangrientos vestigios de sacrificios, si bien religiosos pero a la vez excesos de españoles que de forma poco creativa se dedicaron a explotar lo conquistado.
Mi hallazgo más importante no está en las profundidades de la pirámide del sol en Teotihuacán, en el inframundo, ni tampoco en la famosa Granada, donde los españoles vieran florecer la victoria de su majestad. No. Nuestro tesoro está en la unión de un hombre de buena voluntad español con una mujer inteligente y sensible, la hija de Nezahualpilli. El texto nos da a conocer que los augurios la llevaban a ella a soñar con aquél que vendría de lejos para consolidar su felicidad, él siempre supo que cuidando sus valores y fe, podría vivir el paraíso de sus creencias.
Españoles y mexicas se amalgaman en la conciencia. Porque ésta siempre da para saber lo bueno y lo malo, lo que está por encima de la tradición y la costumbre, los valores más altos del Humanismo que pusiera en boga el Renacimiento italiano.
El texto, de toda mi recomendación, pone en nuestras caras burlonas sonrisas, por ocurrencias como aquella de:
“una tropa menor de turbulentos perros”,
lo cual nos evoca uniformar a los caninos e imaginarlos en épica revuelta. De la misma manera revive las palabras de Octavio Paz, cuando nos indica que los mexicas fueron una cultura absolutamente llena de soledad en la conquista, al sentir el abandono de los dioses. La frase se expresa de la siguiente manera en el libro:
“El mundo de verdad era la tormenta que llevaba dentro: su fe destrozada. ¡Cómo no pensar en el caminar de Cuauhtémoc hacia el sur acompañando a Cortés en su recorrido por el otrora imperio del ‘Águila que Cae’!”.
De la misma manera, un buen libro, desde mi punto de vista, siempre recuerda un conjunto de valores y sus antagónicos. Entre los primeros, la integridad, la dignidad, para identificar algunos de los más recurrentes basta leer el fragmento:“Señor tesorero, vuestra merced me ha insultado y ya que prefiere esas bajas calumnias a la palabra de un caballero, no me queda más que hacer aquí. Dijo, y salió de la estancia del hombre más poderoso de la isla”.
Los enredos amorosos toman en la obra la tilde de “las batallas de Venus”. En cascada, surgen aquellos elementos que nos hacen sentir, en vena propia, un pasado, una descendencia, quizá la de la humanidad misma.
Y es que después de todo, por causas justas o completamente irracionales, ¿quién no ha luchado?, ¿quién no se ha apasionado?
En maravilloso viaje, por filiación española, se nos regala esta explicación: “¿Cuántos guerreros visigodos, cuántos jóvenes jinetes árabes de las largas avenidas del pasado de su raza se habían recreado en aquel combate, al sentir otra vez en sus seres dormidos durante tanto tiempo, la onda de la vida?”
Tras la batalla, nada de qué arrepentirse: “¡Bien lo hemos pasado!
El ‘hemos’ iba dirigido a toda la legión de seres que en su ser se recreaban”.
Salvador de Madariaga, uno de los extranjeros que han escrito de manera profunda de nuestra cultura, reconocido por la intelectualidad mexicana, habla también en pocas frases de esa cultura nuestra, dura, salvaje, pero en perfecta combinación con la naturaleza, llena de creencias, remedios y fe: “La luna llena enemiga de heridas hechas con dientes humanos…”, como si de una clase profunda −de esas de profesor de Historia bien intencionado−, nos descubre las intimidades de las cruentas peleas de algunas culturas prehispánicas, sobre todo de las de aquellas que, una vez instalados los españoles, viajaban incesantemente buscando alimentos o espacios perdidos.
Es una disertación de Filosofía en algunos momentos, pues habla del eterno ingrediente de la vida, lo espolvorea frente a una luz tenue pero blanquecina, haciendo brillar de esta forma las palabras:
“La mano ligera y vacía del tiempo… disipa dudas”.
Consejería espiritual de bolsillo, al alcance de todos.
Es un tratado de Historia riquísimo, que se queda en nuestros paladares para siempre, pues la narración platicada en el pupitre, con múltiples hoyos de punta afilada de grafito, se traslada al ensueño de Cortés, quien expresara que no había ciudad más bella, y que la antigua Tenochtitlán se comparaba en hermosura a cualesquiera de las consagradas capitales de Europa, amor de conquistador, presión de desobediente. Pero no solo se habla de él y de la trepidante historia del hijo de Nezahualcóyotl o del eternamente juzgado Moctezuma, o el soñador Colón; también se hace referencia a nombres como Alonso Manrique y Nuño Quintero, de donde creo firmemente podría encontrarse el génesis de nuestra reconciliación como mexicanos.
Hojear ese corazón de piedra verde significa adentrarse en lo profundo de la selva de nuestra cultura, disfrutar y pelear con ella, deleitar sus encantos y temer por sus peligros, reconocer en las palabras de un personaje como el prior, una columna vertebral de nuestra cultura:
“No hay suerte, ni hay más que providencia. Todo ocurre por propósito divino”.
Pero en una chusca fatiga de algo que nunca anunció ser interminable, el mismo autor se encarga de extrapolarnos del capítulo con desenfado:
“Pero hasta los sermones deben llegar a su fin…”.
Así es este libro, cautivante −entre embrujos, hechizos, notables ceremonias de renovación del fuego, guerreros y sacerdotes mexicas, purificación mediante espinas de maguey, exilio de judíos por parte de españoles, combate con moros, carabelas, caballos que son vistos como venados grandes y la misteriosa leyenda de una excitante reina mala con poderes de Gorgona−, nos deja una grata impresión del reino de Texcoco, la Atenas de por acá, y de Castilla. Nos deja en el alma
“flores, flores por todas partes y jardines admirablemente cuidados”.
Muchas gracias.
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