Por: José de Jesús Marmolejo Zúñiga
El Reino Unido es un conjunto de países donde la riqueza cultural es desbordante. Con Inglaterra, la cuna de la democracia. Poderosas tierras insulares que son parte de cada palmo de la historia. Sea que admiremos, como los escoceses, a Walter Scott, o bien que acudamos al misticismo de los druidas y su sustentable relación con el roble o bajo el muérdago. Quizá nos mezclemos con cinematográficos recuerdos, donde todos hemos sido William Wallace en la búsqueda de libertad, o bien, nos encontremos analizando con detenimiento las más mínimas características del mundo, para encontrar en ellas una pista que nos lleve a resolver un caso, cual Sherlock Holmes de Sir Arthur Conan Doyle. Así combinados con la Inteligencia británica del MI6 y las aventuras del 007, llegamos a George Orwell.
La democracia y todas las libertades del ser humano se consiguen luchando constantemente por ellas. Ninguna conforma un magnífico tesoro perenne, sino que su búsqueda misma es parte del aceite que las unge y las revitaliza.
Inglaterra, en particular, es recordada como tierra de libre-pensadores, lo ganaron desde la Reforma y lo han consolidado con la sólida defensa de su soberanía en las distintas guerras con las que ha contado el orbe. Asediado el pensamiento, pues el ser humano no escapa nunca a la ortodoxia y mucho menos el país que representa su némesis cultural, genios han tenido que enarbolar la antorcha con la que no se incendian puertas, sino ideologías. Los paradigmas y pragmatismos se apoderan de “lo conveniente”, con la consigna de enterrar los principios en antiguos tumbas: las de la esclavitud de las alas libertarias.
Así, en torno al segundo conflicto bélico mundial más horroroso, George Orwell nadaba contra corriente. No bastaba la parsimonia de los medios o de la sociedad inglesa, que callada empujaba el acuerdo social: “eso no se dice”. En deshonrosas contradicciones para la tradición de la democracia, frente al público se levantaba la frente de las personas, a fin de hablar de libertad, pero en la oscuridad se intercambiaba la esclavitud del espíritu por mercancías dudosas, la del equilibrio, la seguridad y la paz.
No fueron pocos los rechazos que la obra de George Orwell obtuvo del “mundo real”, ese que le encanta vivir a quienes se han acomodado, pero su voz hacía eco en la de múltiples intelectuales, aves cantoras que, cubiertas por el mismo sol, aunque avizorando distintos paisajes, levantaban al unísono su voz para romper ese fino cristal que antes reluciente les había seducido: el comunismo.
En Latinoamérica también pasó. Muchos creyeron encontrar justicia, libertad y equidad en el comunismo. Sin embargo, los altos privilegios de los dirigentes, la precaria vida del pueblo y los campos de concentración encontrados, terminó por desilusionar a todos. Hoy en esas latitudes, quizá podamos hablar de Cuba, un poco más lejos de Corea del Norte y recientemente, Venezuela. Aquella lastimera frase de “Todos somos iguales, pero algunos somos más iguales que otros”, se pervive en un mundo donde la desigualdad sigue siendo muy marcada.
El autor de La rebelión en la granja (que no es Augusto Monterroso), explica con lujo de detalles la vida de una granja que, un buen día, se da cuenta de la explotación del hombre, y comandada por la inteligencia de los cerdos, decide buscar su libertad.
Son los discursos parte importante de aquella nación animal, sus inspirados himnos y la unión de habilidades les pone en marcha en el plan de conquistar aquella granja para ellos mismos, para disfrutar de su trabajo, para alargar la vida, para conocer a sus hijos. Cerdos, patos, caballos, palomas, burros, ratas, gatos, ovejas forman parte de la singular historia.
En cada personaje se desdobla, a su vez, las fortalezas en similitud con las del ser humano, las de la inteligencia, la fuerza, la productividad, incluso el entusiasmo. Siempre hace falta quien lance elogios o simplemente siga la corriente, en este caso la función es desempeñada por las ovejas, quienes aprenden un sonsonete sencillo que no se cansan de repetir “cuatro patas sí, dos patas no”, en clara alusión al ser humano.
Encontramos frases llenas de significado, como la del caballo, que ante todos los cambios que se presentan en la trama siempre recurre a un “Trabajaré más duro”.
La nobleza de propósitos iniciales hace que la granja tenga diversidad de opiniones. El tener razón, que se atribuye al ego y a la búsqueda del poder, es el principio del fin de la iniciativa libertadora. Primero, se elimina por completo a la oposición, el foro debe ser, para que brille, un personaje único, no hay aparadores para nadie más, así se comienza por contradecir todas las ideas de “Snowball”, cerdito progresista que busca mejoras técnicas, avances e inversiones para la granja. Cuando el diálogo es insoportable, se recurre a la herramienta que nace a la sombra, en la barbarie: la violencia.
De esta forma, tras presentar su genio y desenvolviendo la idea de un molino que aprovechará el viento para mover sus grandes aspas, “Snowball” es amenazado y correteado para que huya hacia el exilio, por un agujero en la cerca de la granja. A partir de ese momento, la granja es propiedad de un solo animal, comienza un gobierno mesiánico, donde solo “El camarada Napoleón” cuenta con la razón. Utiliza un coro −de las típicas voces clarividentes e inteligencias al servicio del poder−, que se encarga de decir en momentos críticos “que todo está bien, que las cosas no son como las ven y que finalmente, todo lo que hace su líder es correcto”.
Los iniciales mandamientos que debían que respetarse en aquella granja, que poco a poco consigue su independencia del ser humano, se adecúan y al final se derogan. La imagen de los primeros héroes de aquel sueño se mancha por completo y, aprovechando la falta de memoria histórica, los que alguna vez fueron buenos terminan siendo malos. “Calumnia, que algo quedará” es el precepto para aquellos cerdos, acompañados por sus feroces perros, que terminan por ser ingratos con quienes en su momento les apoyaron, para gozar de los privilegios que tanto criticaban en los humanos y culminar, en el colmo de la incoherencia, jugando póker con ellos.
La rebelión de la granja no es esa novela radical, anárquica o tendenciosa que alguna vez imaginé. Es la pura radiografía política del mundo. Es la discordancia que viven buenas etapas de la historia, donde el único objetivo de los conflictos, en muchas ocasiones, es obtener el poder que el otro tiene. Vale la pena recordar que el antídoto ante la incoherencia es la defensa de la libertad, la búsqueda de esos nobles valores, que siempre podrán alcanzarse, aunque la maldad parezca invencible, así nos lo enseñó Gandhi con su vida y obra, así también lo dejó plasmado George Orwell al escribir lo que sería un palmo de esperanza para las generaciones futuras.
Hoy, el comunismo no existe, pero el populismo −de derecha o izquierda− es la nueva amenaza del orbe. Lo mismo las naciones más desarrolladas que las más humildes, sucumben ante esta careta llena de incapacidad e hipocresía. ¡La ha padecido la cuna de la democracia, Inglaterra! Que no se apropie de las conciencias latinoamericanas.
¿Pero todo está perdido? Claro que no. En esos momentos cruciales, donde la humanidad parece estar volcada en preceptos occidentales de competitividad, materialismo y utilitarismo, la educación nos puede hacer voltear la mirada, por ejemplo, a las palabras que el Dalai Lama ofrecía a un grupo de estudiantes durante la presente contingencia: “La respuesta a un mundo atormentado, es la compasión”.
La rebelión de la granja se repetirá, como hecho en la conciencia del ser humano, de manera continua. El punto será tener los valores de una nueva generación para resistir los embates del poder económico, político o de cualquier índole que busque alejarnos de una vida íntegra. Finalmente, es solo cuestión de tiempo para que los jóvenes se conviertan en los siguientes depositarios del destino de un pueblo. Y sucederá:
Las brujas de alas de murciélago, pies de cabra y labios de pergamino, dijeron a Macbeth −“¡Macbeth serás rey!”. La gloria, de alas diáfanas y cíngulo flotante color de iris, la gloria cuyos labios dan la inmortalidad, dice a la señorita D'Arneyro: −“¡Serás reina!”. ¿Cuándo? Cuando de ese naranjo, hoy cuajado de azahares, asomen los primeros frutos de color de oro. ¡Mañana...!
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